miércoles, 9 de noviembre de 2011

Un Nuevo Día

“El Infierno es repetición” 
Stephen King “La tormenta del Siglo” 

    Esa mañana Sergio se había levantado muy temprano, era un nuevo día y, como siempre, se preparó para salir al trabajo: tomó un baño rápido, se afeitó, se vistió con un traje de dos piezas gris oxford, pulcra camisa blanca, corbata de franjas diagonales azules y rojas, tomó un desayuno ligero, se lavó los dientes, tomó sus llaves, su teléfono y los cigarros de la mesita que estaba junto a la puerta de su departamento. Estando frente a la puerta le echó una larga mirada al espejo de cuerpo entero que colgaba en su vestíbulo y, mientras admiraba lo que para él era una perfecta creación de Dios, recordó vagamente lo que pudo ser la peor de las pesadillas que hubiera tenido jamás: algo así como verse consumido como una vela, derretido de pies a cabeza y convertido en un charco de cera fundida de tonos amarillos y marrones. Se quedó petrificado un momento pero en un parpadeo se sacudió esas imágenes sin darles mayor importancia y regresó a la inmaculada proyección del espejo, sonrió confiado y salió. Vivía solo desde los 26 años y lo único que le preocupaba era mantener su cómodo y desenfrenado estilo de vida. Por lo cual, conservar su trabajo también era algo prioritario.

    El día transcurrió tan monótono y sin sentido como el anterior. De hecho, cuando salió de su oficina al finalizar su jornada tuvo la extraña sensación de no haber estado consciente durante el día; como si hubiera estado flotando dentro de una nube las últimas 12 horas. No recordaba qué había comido ni con quién había conversado. Mientras caminaba por la acera hacia su auto pensando en la cita que tenía para cenar con la simpática subgerente de compras luchaba por desenterrar de su mente los recuerdos de ese día que había pasado como un sueño. 

    Había acordado verse con ella en un restaurante argentino. Ella prefirió que no la recogiera en su casa, algo tenía que hacer con una amiga antes de su cita y la iba a dejar en el restaurante a las 9 en punto. Sergio llegó a las 8:40 y decidió sentarse en la barra a tomar una copa para revisar sus mensajes en el teléfono móvil. Pidió, como siempre, un Martini seco con dos aceitunas. Además de que disfrutaba del sabor de la ginebra sentía que le daba un toque de clase y sofisticación. Aunque, en realidad, era sólo un rasgo de snobismo como los muchos que tenía. Encendió un cigarrillo y miró el reloj. Faltaban 8 minutos para que llegara su acompañante y ya se imaginaba la velada que le esperaba. Al tiempo que él y su hinchado ego repasaban sus más viejos trucos para las primeras citas, dentro de su mente, en un rincón difícil de alcanzar seguía sintiendo cierta inquietud por no poder recordar claramente qué había hecho durante todo ese día.

    Como suele ocurrir cuando una persona está a la espera de un momento placentero su percepción del paso del tiempo se deformó y los segundos le parecieron eternos. Sergio veía cómo el segundero en su "Omega Seamaster" marchaba con parsimonia cuando se llevó el palillo con las aceitunas a la boca y desprendió la primera con los dientes. Jamás pasó por su mente la semilla de la aceituna, después creyó haber pensado que la aceituna era una de esas que ya se envasaban sin semilla o rellenas de esa cosa roja que jamás supo era pimiento rojo. Pero no, esa aceituna estaba completa y su semilla era perfectamente sólida. La primera reacción fue de desconcierto, el cual se incrementó cuando sintió unos fragmentos vidriosos bailando dentro de su boca. Con un poco de miedo tomó una servilleta y la acercó a sus labios para sacar lo que tenía en la boca. Su mente viajó con gran velocidad y se le ocurrió la idea de que tal vez dentro de la aceituna hubiera un vidrio que se le hubiera encajado durante el envasado. Apurado vio lo que había escupido y su desconcierto fue aun mayor al ver, junto con la masilla verde medio masticada de la aceituna, unos pedazos de porcelana amarillenta y negra que brillaban bajo las luces del restaurante. “¿Qué es eso?” se preguntó y la respuesta se la dio el interior de su mejilla al sentir un hueco donde debía ir un diente. “¡Maldita sea!” dijo en voz baja mientras se llevaba la mano a la mejilla, queriendo sentir desde afuera la fractura que había sufrido, más que su dentadura, su imagen.

    Con cuidado cerró su puño con la servilleta en la mano y la llevó consigo al baño. ¿Pensaría tal vez que debía conservar los fragmentos como para que se los pudieran reimplantar como una mano cercenada? Es probable. Su ciega confianza en los avances de la tecnología médica o su evidente ignorancia le dieron esa idea. En unos segundos, que ahora habían retomado su ánimo y avanzaban frenéticamente, ya estaba frente al espejo del baño de caballeros y se preparaba para conocer la magnitud de los daños. Abrió la boca y su quijada casi se cayó al piso. El segundo premolar estaba partido por la mitad y sólo veía un hueco negro en la mitad que aún colgaba de su encía. Su perfecta dentadura, sólo levemente manchada por el cigarrillo, ahora se veía profanada por ese hueco putrefacto. Sergio se jalaba el labio con el dedo índice y hacía muecas frente al espejo para evaluar la magnitud del daño en su famosa sonrisa. Tenía 2 minutos para que llegara Lourdes (así se llamaba la mujer con quien tenía la cita) y no sabía si iba a ser capaz de disimular el recién adquirido defecto. Practicó algunas muecas y medias sonrisas para ver si era posible ocultar el hueco, pero su gran boca y su arraigada costumbre de sonreír sin timidez dejaban siempre al descubierto esa oscuridad que le parecía cada vez más grande y más profunda. Lleno de frustración se recargó en la meseta donde estaban los lavamanos y agachó la cabeza. Tratando de recuperar su serenidad dio un largo suspiro y pensó “Bueno, tal vez esta no sea la noche. Tendré que ser un poco más serio y tal vez le diga que tengo una jaqueca o que fue un mal día en el trabajo. Trataré de mantener mi encanto, pero con discreción”. Sergio levantó la cabeza y se miró al espejo. Movió su lengua hacia el hueco en su dentadura y sintió los bordes ásperos de la fractura dental. Con cierto asco pero más por curiosidad abrió nuevamente la boca y se llevó uno de los dedos al vacío, que ahora tomaba un tono rojizo. No sentía dolor; en realidad, no sentía nada. Apenas su dedo tocó los restos del premolar fracturado, lo que quedaba de él estalló dentro de su boca con un sonido acuoso y apagado que sólo escuchó dentro de su cabeza. Pero lo peor de todo no era eso, sino el olor que despedía. El olor de la sangre y la carne en plena descomposición llenaron su boca y sus fosas nasales. Escupió los fragmentos que flotaban en su boca y junto con su saliva salieron coágulos de un marrón oscuro que resultaron tan nauseabundos que estuvo a punto de devolver los 3 tragos de Martini que había bebido minutos antes. De inmediato abrió la llave del agua y tomó un gran sorbo para enjuagarse la boca pero más tardó en hacer esto que en escupirla de nuevo al sentir más fragmentos sólidos que raspaban su lengua y su paladar. Dos dientes más salieron despedidos de su boca, un incisivo completo y una gran muela partida en tres pedazos. Sergio apagó con la palma de su mano un grito de terror al ver cómo sus piezas dentales se escurrían junto con una mezcla viscosa de agua, sangre y auténtica podredumbre. Olvidó, no, despreció por completo el Martini sudoroso que lo esperaba sobre el bar, a Lourdes con sus ojos verdes y sus largas piernas, su cena de filete, sus planes de seducción, y salió corriendo lleno de pánico del local.

    Caminó con los ojos llorosos la media cuadra que lo separaba de su auto. Al llegar a él se introdujo, metió la llave en el encendido y se quedó un instante sentado sin moverse. Movió el espejo retrovisor hacia su rostro olvidando que su visera contaba con uno de esos llamados, por una trágica coincidencia, “espejo de vanidad”. Primero se vio los ojos inyectados y húmedos. Estuvo a punto de ajustar el espejo para ver su boca, pero no se atrevió. Volvió a poner el espejo en su lugar, encendió el auto y se dirigió hacia su casa tratando de no pensar en lo que estaba pasando. A decir verdad, lo que su mente luchaba por recordar era lo que había hecho durante ese día. 

    Cuando cerró la puerta de su departamento detrás de sí se dio cuenta de que no recordaba cómo había llegado ahí, no recordaba el tráfico, el elevador ni el típico pitido al activar la alarma de su coche. Pero rápidamente su mente lo devolvió a su realidad y a sus nuevos huecos en la boca. No sabía como, pero ya le faltaban otros tres dientes inferiores y sentía que un fluido viscoso le escurría por la garganta. El olor ya no le molestaba; el sabor, lo tenía bloqueado. Caminó hacia su baño y en el camino encendió todas las luces que le quedaron a su paso. Cuando estuvo frente al espejo sobresalieron de inmediato sus encías que ya empezaban a tomar un color púrpura oscuro que contrastaba con los pocos dientes que aun le quedaban. No quería tocárselos con el temor de remover algún otro de su lugar, aunque bien sabía que hiciera lo que hiciera todos terminarían en el bolsillo de su camisa (donde fue guardando los que se desprendían sin romperse) con la humilde esperanza de poder reinstalarlos en su sitio algún día. Fue entonces que decidió dos cosas. Primero, llamar a su madre, seguro ella sabría qué le estaba pasando. “Las madres lo saben todo” pensó. Después, revisar los dientes que le quedaban y quitar los que no pudieran sostenerse solos. “¿Para qué arriesgarse a tragarse alguno?”. Así que se enjuagó las manos y fue al teléfono que descansaba en una mesita junto a la ventana, marcó torpemente los 8 dígitos y esperó mientras sonaba. No hubo respuesta. Lo intentó un par de veces más esperando hasta que el tono de llamada dejaba de sonar y después del último azotó el auricular sobre la mesa en un gesto de franca desesperación y lanzando un grito pastoso y gutural “!Puda magdse!”. Sergio fue de regreso al baño sintiendo como si arrastrara una pesada roca a sus espaldas. Ahora suponía que podía ser una enfermedad lo que le estaba provocando ese rápido deterioro de sus encías y pensó en salir corriendo al hospital. Ahí podrían identificar inmediatamente que enfermedad padecía y le administrarían algún poderoso medicamento que actuaría en algunas horas y todo habría terminado al día siguiente. 

    Sin saber cómo, se encontró de nuevo de pie frente al espejo pero ya no sentía miedo. Echaría un último vistazo antes de irse. Abrió la boca y se introdujo el pulgar y el índice para sentir cómo se encontraba la muela solitaria que le quedaba abajo, del lado derecho. Todavía estaba firme en su sitio. Presionó in poco más para asegurarse y la uña de su dedo índice se desprendió como una escama negra y cayó debajo de su lengua. Horrorizado la escupió y terminó adherida al espejo entre una mancha de gotas negras y rojas. Dio un paso atrás, cerró su puño y con todo el impulso de su cuerpo lanzó un golpe a su propia imagen reflejada. El espejo se fragmentó al tiempo que uno de sus huesos del antebrazo se fracturaba y rasgaba la carne y la piel que lo cubría. Si antes no había sentido dolor con sus dientes o su uña, ahora sí se hacía muy presente enmarcado con el juego de luces reflejadas por los fragmentos de vidrio que caían sobre su lavabo. No tuvo ninguna reserva con el volumen y el vocabulario que acompañó su nueva fractura expuesta. Intentó maldecir en distintas ocasiones, pero de su boca solo brotaban balbuceos salpicados de sangre y fragmentos de encía. Aunque algunas personas conocedoras, de haber tenido la oportunidad de escucharlo, hubieran podido asegurar que blasfemaba en algunas lenguas muertas y evidentemente desconocidas para Sergio. Pero eso carecía de importancia en ese momento. Al apretar las mandíbulas por el dolor sólo había logrado desgarrar las maceradas encías. Cogió una toalla que tuvo a la mano y se intentó envolver el brazo. Sollozaba desconsolado tratando de aplicarse un torniquete mientras la toalla blanca se empapaba con un líquido color rojo pardo. Torpemente logró apretar la toalla hasta el punto en que creyó que había parado la sangre. Ya lloraba de dolor y la vista se le había nublado con las lágrimas. Sintió un cansancio enorme y se recargó en la pared, se deslizó pesadamente sobre la misma hasta que llegó al piso y ahí perdió la consciencia. 

    Cuando despertó estaba recostado sobre el piso y su cabeza reposaba sobre un charco gelatinoso formado por su saliva, su sangre coagulada y el cabello que se empezaba a caer de su cabeza. Al intentar levantarse recordó la condición de su brazo y apretó los labios para no gritar. Intentó abrir los ojos, pero sentía los párpados pegados con un sustancia granulosa. Con la mano del brazo sano se talló los párpados para quitarse esa sustancia que pensaba podían ser lágrimas secas, pero al tocar esas costras vidriosas supo que eran lagañas secas, de esas que se forman con la peor de las conjuntivitis. Al abrir los ojos las pestañas se desprendieron junto con los fragmentos de lagaña y al contacto con el aire sus corneas ardieron como dos carbones encendidos. Percibía todas las cosas como cuerpos indefinidos y la luz penetraba en sus pupilas tan brillante que sentía como si le estuvieran clavando alfileres al rojo vivo a través del iris. “¿Qué me edstá padshando?” se preguntó en voz baja. “No puesdse ser que me badse edto a mi”. Pero escuchar su voz distorsionada y ronca lo llevó nuevamente a las lágrimas, las cuales secó con la mano sana. Esto le sirvió para limpiar sus ojos y poder ver mejor. Ahora podía admirar claramente que los dedos del brazo roto que sobresalían de la toalla, que había dejado de servir como torniquete hacía muchas horas, estaban negros e inflamados como garras de lagarto. También pudo ver los huecos rosados que se habían formado sobre su cuero cabelludo, ahí donde el cabello también lo había abandonado. Sus cejas también habían acompañado al cabello y las pestañas, y ahora entendía porqué le lastimaba tanto la luz. La sola idea de la luz le lastimaba, casi podía percibirla como partículas incandescentes que le golpeaban los ojos y la piel. Extendió el brazo para apagarla y arrastrando los pies salió del baño. Orillado por la costumbre volteó a ver su muñeca izquierda parta ver la hora, pero su reloj no estaba ahí. Tampoco recordaba habérselo quitado. De hecho, no recordaba haberlo comprado. Un "Omega Seamaster" estaba muy por arriba de sus posibilidades. ¿Cómo era posible que pudiera tener uno? Esa sola idea lo distrajo un instante, pero no tardó en regresar a la realidad cuando un inclemente dolor le punzó en el abdomen al grado que lo hizo doblarse y ponerse de cuclillas. Sintió como si una familia de erizos de mar nadara a través de sus intestinos provocándole un ardor abrasivo que no tenía fin. Nunca percibió en qué momento cedieron sus esfínteres y sus pantalones quedaron bañados en una materia gelatinosa que se filtraba a través de la tela. El hedor era insoportable, la mancha debajo de él se iba haciendo más grande, pero el dolor estaba cediendo. Se quitó los pantalones y la ropa interior en un solo movimiento dejándolos en ese sitio esperando que nunca más tuviera que verlos otra vez. 

    Caminó sin rumbo por su departamento. Ya no pensaba, ya no deseaba, ya no esperaba. Se sentía ridículo y avergonzado. Humillado por su propio cuerpo sin saber dónde se originaba todo ese mal que se había declarado sobre su persona. Fue apagando una a una las luces que quedaban a su paso hasta quedar inmerso en una oscuridad sólo fracturada por las luces del exterior. Corrió entonces una a una las cortinas sin darse cuenta que a cada movimiento, en cada esfuerzo que demandaba de sus extremidades las fibras de sus músculos y los tendones se iban desgarrando y reventando dejándolo poco a poco como un muñeco de trapo sin el control de su cuerpo. Como pudo llegó a su cama y se derribó sobre ella boca abajo. La tibia de su pierna derecha emergió por detrás de su rodilla y varias costillas se fracturaron como ramitas de un árbol seco. En la oscuridad no pudo percibir que su piel estaba llagada en casi toda su extensión y que sus sábanas absorbían la poca sangre pútrida que quedaba aun en su cuerpo. Con un esfuerzo excepcional su último movimiento voluntario fue jalar una de las orillas de la sábana e intentar cubrirse con ella: sentía frío. Semejante a los de un insecto recién bañado con una descarga mortal de insecticida, sus miembros empezaron a contraerse contra su tórax adoptando una posición fetal acompañados de un casi imperceptible crujido de huesos y articulaciones. Sabía que iba a morir. Sabía que su cuerpo se había dado por vencido y que le quedaba poco tiempo. 

    Pensó en rezar, pensó en su madre, en su padre. Pensó en que tal vez le había atacado una de esas enfermedades mortales que sólo se ven en películas o que tal vez había sido expuesto a una radiación desconocida que lo cocinó por dentro. Se preocupó porque no sabía cuánto tiempo estaría ahí antes de que lo encontraran y que seguro la pestilencia de sus restos los alertaría. Pensó en Dios y en todo el tiempo que lo había ignorado y en las múltiples formas en que había quebrantado sus leyes llevando una vida de excesos, promiscuidad y desenfreno, pero no se arrepintió. Sus últimos pensamientos se los dedicó al Martini que había dejado sobre la barra del restaurante, a Lourdes que, ¡maldita sea!, se le había ido viva y, finalmente, a la idea de que la muerte era lo mejor que le podía suceder en ese momento. Esa era la mejor puerta de escape, la salida infalible, el as bajo la manga. El pasadizo que lo liberaría del sufrimiento. Cerró los ojos y esbozó un remedo de sonrisa con lo que le quedaba de boca en su rostro deformado mientras pensaba “aquí termina todo”. 

========= O ========== 

    Como cada mañana, Sergio apagó la alarma del despertador que estaba en un buró junto a su cama, marcaba las 6:30 a.m. y, como siempre, se preparó para salir al trabajo. Tenía una reunión muy importante a primera hora del día. Presentaría los resultados del proyecto en el que había estado trabajando los últimos 4 meses y tenía que lucirse con los directores; era la perfecta oportunidad para mostrarse ante las grandes plumas de la compañía y quería dar esa pulcra impresión de un profesional y ambicioso hombre. Así que tomó un baño rápido, se afeitó, se vistió con un traje de dos piezas gris oxford, una pulcra camisa blanca, corbata de franjas diagonales azules y rojas, tomó un desayuno ligero y cuando iba a lavarse los dientes un escalofrío recorrió su espalda. Había algo que lo incomodaba muy en lo profundo de su mente. Se quedó inmóvil un momento y, de la nada, trató recordar lo que había hecho el día anterior pero sólo aparecían imágenes nebulosas en su mente, imágenes que le parecían negras y pervertidas. Suspiró profundamente creyendo que no había razón para angustiarse mientras aplicaba una gota de dentífrico al cepillo. Casi para terminar la operación de limpieza, por un descuido, golpeó con la punta del cepillo uno de sus colmillos el cuál se hundió imperceptiblemente. Para el momento en el que llegó a su oficina, ignoraba que dicho colmillo ya estaba fracturado por la mitad, un líquido marrón viscoso empezaba a brotar discretamente de su encía, y apenas comenzara su importante presentación, éste iba a salir despedido de su boca mezclado con un gran coágulo de sangre que caería junto a la taza de café del director general... Sin saberlo, el infierno reservado para él, en su infinito inventario de tormentos y torturas, ya le tenía preparado un nuevo día.

 FIN

martes, 15 de marzo de 2011

Resurrección

Había pasado mucho tiempo desde aquel tan famoso y en realidad simbólico séptimo día, al que después la gente llamaría Domingo.

Esa noche, aquel creador decrépito y cansado repasaba el primer bosquejo de su tan celebrada mitología fabricada hace tanto tiempo. Recordó como ocultó durante millones de años la grán explosión generadora y la transmutación de los seres vivos hasta llegar a aquel ser autonombrado “Hombre” que, a decir verdad, no hizo a su imagen y semejanza. Rió un poco cuando reflexionó acerca del don de la imaginación que le otorgó y su capacidad para inventar tantas y tantas cosas fantásticas: ángeles, monstruos, lugares y hechos, dioses y diosas incluidos. De pronto lo inundó una gran melancolía. Sabía que llegaba el fin de su era, porque ¿cómo ser dios y tener que sufrir la tortura de una vida eterna? No. Entre ellos, los dioses, había un momento de expiración, latencia y regeneración.

Con un suspiro cerró el gran libro, lo guardo, apagó la tenue luz que iluminaba su lectura, se recostó y, mientras su sustancia se desvanecía, toda su creación sucumbía al unísono quedando sólo una nube de ceniza que flotaba para esperar paciente su resurrección.

jueves, 3 de junio de 2010

La Jungla (empieza a leer con la voz de la rola)


(Cierra los ojos y escucha la música. Empieza a leer cuando inicie la voz). Corría entre la densa vegetación de la jungla tropezando frecuentemente; sólo la luna iluminaba su camino. Sus manos habían sido salvajemente desgarradas por las ramas que tenía que apartar de su rostro y las rocas sobre las que se apoyaba cuando caía. Le dolían los pies, el sudor entraba en sus ojos provocando un escozor ardiente. Sangraba del hombro y temía que el olor de la sangre atrajera las criaturas de la noche. Escuchaba a lo lejos los alaridos de aquellos seres irreales que lo tuvieron cautivo por días, por momentos se alejaban y sentía haberlos perdido finalmente, pero instantes después sentía tan cerca sus pasos que la piel se le erizaba y una nueva inyección de adrenalina lo hacía dar pasos enormes.

Por momentos venían a su mente aquellas historias de caníbales que escuchó con fascinación en su niñez y jamás imaginó que él se fuera a encontrar en una situación así. Recordaba a ese “hombre blanco” todavía vestido de safari asomando los hombros y la cabeza de un gran caldero negro que ya evaporaba su contenido; aquel güero bigotón secándose la frente con un pañuelo empapado. Hilarante. Irónico.

Una camisa de mangas cortas de algodón y un pantalón de gruesa gabardina, calcetines y botas de caminata era lo que él vestía. En ese momento eran su más preciado tesoro. Después de permanecer atado a un árbol seco durante esos dos días y ser devorado por los mosquitos y las hormigas agradecía no haber tenido alguna reacción alérgica, aunque no descartaba la posibilidad de estar incubando dengue o, lo que sería peor, malaria. Sentía una fiebre extraña corriendo por sus venas; le dolía el pecho a cada latido del corazón. Por momentos lo único que escuchó en su cabeza fue su propio pulso y el airé cáustico penetrando su garganta seca, aunque luego escuchaba el batir de unos extraños tambores que se filtraba entre los árboles y hacía vibrar el viento a su alrededor. Todavía en el fondo de su mente veía proyectadas danzas rituales alrededor de una hoguera que daba una luz ámbar y eléctrica, la cual él estaba seguro que le había dejado un sabor metálico en los labios.

Siguió corriendo sin voltear ni un instante, sólo concentrado en el siguiente paso y en no desmayar de cansancio o de dolor. Avanzaba penosamente con piernas acalambradas y evidentes ampollas en ambos pies. De sus dedos goteaba la sangre del hombro y por ahí también sentía que se le escapaba la fuerza. El cuerpo le pedía una pausa, se estaba dando por vencido. Ya casi le daba igual ser atravesado por sus lanzas, desmembrado y devorado sin clemencia, pero su mente le insistía en que debía seguir corriendo, dar un paso más y no morir.

Un instante después, casi sin darse cuenta, salió de la selva a una pequeña planicie despejada que le hizo sentir un gran alivio. Sobre su cabeza pareció desplegarse una gran cúpula adornada con una gran lámpara blanca y pequeños puntos de colores brillantes. Una noche limpia de nubes lo recibió brindándole un poco de esperanza.

No paró ni un instante. Cada paso que daba en esa meseta lo hacía sentir más libre y más a salvo. Corrió mil metros o más rodeando algunos arbustos que se iban interponiendo en su camino y creía ver a lo lejos luces artificiales, luces encendidas por el hombre civilizado, brillando gracias a una red de distribución de corriente eléctrica. Era una ciudad. Avanzó jadeante sin mirar atrás. Sentía otra vez el cansancio que entumecía sus piernas. Sabía que en cualquier momento se vencerían y ni la más fuerte voluntad las haría moverse, pero no se detendría. No ahora.

Aceleró nuevamente la marcha. A lo lejos notó un grupo de arbustos levemente iluminados por la luz de la luna. Pensó que al llegar a ellos podría tomarse un descanso. Ya no escuchaba a sus persecutores. Identificó un espació entre la densidad de la maleza y penetró por ahí, pero después de dos pasos, y uno antes de decidir detenerse, desapareció el suelo. Un segundo después caía por una cañada de más de doscientos metros de profundidad.

Caía al vacío viendo cómo el reflejo de la luna se distorsionaba en la superficie agitada del río. Una cascada no muy lejos a su izquierda creaba una espuma y una brisa que extrañamente lo hizo sentirse aliviado. Por un instante estuvo a punto de gritar desesperado, pero antes de que eso sucediera sintió una succión que provenía del cielo y que le quitó el aliento. Su cabello y su ropa aún húmedos se secaron de inmediato y se separaron de su cuerpo similar al efecto de la energía estática. Sintió un calor abrasador que recorría su cuerpo del pecho hacia la espalda y se dio cuenta con toda claridad que estaba suspendido en el aire y, en efecto, empezaba a elevarse. El fondo de la cañada se alejaba rápidamente mientras un grave zumbido le iba llenando la cabeza y la luz que creyó proveniente de la luna llena ahora lo envolvía y lo atraía.

Al día de hoy no recuerda más que eso, aunque esos recuerdos habitan muy en el fondo de su memoria y cuando emergen él no hace sino creer que fue sólo una pesadilla. Todos los días se despierta en ese blanco contenedor donde habita suspendido en un gel tibio y transparente. A diario es sometido a distintos tipos de pruebas y experimentos; sin embargo, un alucinógeno suspendido en su ambiente estructura sus propios recuerdos de forma ordenada y secuencial, vive creyendo que su vida continúa el su ciudad natal, con su familia y sus amigos de siempre.

martes, 30 de marzo de 2010

Ni una vez más


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¿Qué haces despierto? No lo sabes. Abres los ojos. Giras a la derecha. Miras el techo. Es tu casa. Eres el mismo. Es lunes. Lo odias. Por un momento piensas que deberías haber estudiado otra cosa y no contabilidad. Piensas en los interminables ciclos a los que estás sometido; a esa perpetua rutina que ya te enferma. Respiras hondo. Ya casi es hora. Te percatas de que el despertador no ha sonado y te maldices por no haber dormido unos minutos más. El despertador suena y lo apagas de mala gana. Sabes que una vez que toques el piso todo comenzará de nuevo.
Te incorporas sentándote en la orilla de la cama. No quieres tocar el piso. Mientras estés sobre tu cama puedes sentir que no perteneces a ese mundo y que puedes evitarlo, pero una vez abajo no habrá marcha atrás. Sientes el frío del piso con la planta del pie derecho y suspiras. Ya estás de pie y un escalofrío recorre tu espinazo. No sabes cómo pero se ha hecho tarde. Corres a bañarte. Te vistes igual que siempre y te percatas de que tu variedad de colores abarca la gama de los grises. Tomas café, lo acompañas con pan, queso y algo dulce untado. Te duelen las vísceras. Te preguntas si será gastritis, úlcera, colitis o serás hipocondriaco. Tomas tu sombrero y sales a la calle.
Caminas a la estación y tomas el autobús habitual. Pagas tu cuota exacta y te sientas en el lugar de siempre, que no es el que te gustaría, pero siempre está disponible. Miras las calles solitarias iluminadas por el alumbrado público; todavía es de noche. Abrazas tu portafolio y en cinco minutos estás dormido. Sueñas con serpientes y con aves que vuelan muy rápido en círculos concéntricos; sueñas con flamencos convulsos que van mirando alternadamente a la izquierda o a la derecha en su procesión interminable. Despiertas cuatro calles antes de tu destino. Te levantas apresurado, avanzas entre la gente empujando y jadeando. Le gritas al conductor para que el autobús se detenga y éste frena intempestivamente provocando el malestar de todos los demás pasajeros quienes te miran despectivamente. Te sonrojas. Bajas del autobús y la luz del sol te sorprende. Ya amaneció.
Caminas entre desconocidos de quienes rozas los hombros ocasionalmente. El contacto te incomoda. Los desprecias. Llegas a la entrada del edificio donde trabajas, te detienes en la acera e imaginas que en la entrada está grabada aquella inscripción sobre la puerta del Infierno Dantesco “Por mí se va hasta la ciudad doliente, por mí se va al eterno sufrimiento, por mí se va a la gente condenada… Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza”. Sacudes tu cabeza, o al menos eso piensas. Entras y subes por la escalera los cuatro pisos hasta tu oficina. Entras perturbando el silencio.
Llegas a tu escritorio, te quitas el sombrero, te quitas el saco, dejas todo en el perchero. Estás sentado y no ves pasar las horas mientras desgastas la punta de tu lápiz que una y otra vez afilas. De tus manos salen hojas llenas de números y letras ajenas a toda realidad tangible. Presionas violentamente las teclas de tu máquina sumadora, jalas la palanca, pulsas las teclas, jalas la palanca. Así todo el día. Vas y vienes a la oficina de tu jefe. Lo odias. Le muestras tu trabajo. A veces le gusta, a veces no. Aprietas los párpados cada vez que tacha con su pluma fuente tus reportes. Lo miras con ojos iracundos pero aceptas sus comentarios con resignación.
Son las siete. Deberías ir a tu casa pero no has terminado. Tienes hambre. No recuerdas qué comiste ni a qué hora comiste. ¿Acaso Comiste? Ya te duelen los dedos que teclean, el lápiz ha dejado una marca en el dedo sobre el que lo apoyas. Son las ocho. Tus ojos y tu boca están secos.  Tomas un cono de papel y te sirves agua. Mientras bebes observas y escuchas el regurgitar de las burbujas. Tus tripas reproducen un sonido similar. Arrugas el cono con furia y lo arrojas al bote de basura. Dieron las diez de la noche. Caminas por la calle y te alzas el cuello del saco. Hace frío. Otra vez el autobús, otra vez tu calle, tu edificio, tu puerta, tu pasillo, tu cocina, tu baño, tu habitación.
Cierras la puerta detrás de ti. Observas tu cama a la derecha, fría y solitaria. Te sientas sobre ella deseando que te transporte de esa vida a un mundo mejor. Observas al fondo el ventanal, las cortinas están corridas y puedes ver las casas viejas que a lo lejos yacen como lápidas en un paisaje surrealista. Te vas a acostar pero ya no lo toleras. No estás dispuesto a hacerlo de nuevo. Apagas la luz, te quitas los anteojos, te quitas las pantuflas, te desnudas, te levantas y corres. Estás llorando.
Atravesaste la ventana y ahora vuelas, el tiempo se detiene un instante, mas pronto se acelera arrollador. No hay marcha atrás. Lo lograste. No tendrás un día como ese ni una vez más.

viernes, 12 de marzo de 2010

El Corrido del Panteón de la Lomita


Amanece en el panteón de la lomita
solo y triste con mis flores otra vez
el dolor aquí en mi alma nadie lo quita
frente a esa lápida en tu tumba lloraré.


Qué triste es ver tu tumba... tan vacía.


Ay, qué frío y solitario es tu sepulcro
sin tus huesos pudriéndose a mis pies
como quisiera en cada día de los difuntos
traerte flores como hice en vida alguna vez.


Sólo le pido a Dios
que me dé tiempo y licencia
para lanzar
el primer puño de tierra
sobre tu cuerpo
y el amor que yo te tuve
que me devuelva
el corazón que te rendí.


Ya es de noche en el panteón de la lomita
otra vez no pude verte perecer
el agujero que te aguarda en esta Tierra
lo cavó mi corazón con su dolor.


Sólo le pido a Dios
que me dé tiempo y licencia
para lanzar
el primer puño de tierra
sobre tu cuerpo
y el amor que yo te tuve
que me devuelva
el corazón que te rendí.


Ay qué triste es ver tu tumba... tan vacía.


Yo te espero hoy y siempre con mi pena
con el odio y el dolor que prometí.

martes, 9 de marzo de 2010

Seguir soñando


Era una de esas mañanas en las que sientes haber nacido de nuevo. El Sol brilla tenue detrás de las altas ramas del bosque que respira cadencioso fuera de tu ventana. Se escucha el melodioso canto de las aves que acompañan el arrullo del río. Un aire limpio y fresco se desliza entre las sábanas que cubren sólo la mitad de tu cuerpo y tiemblas un poco. Los vellos de tu piel se levantan en una sutil danza defendiéndote del frío.

El tiempo se detiene entre aliento y aliento que brota de tu seno albino. Cada vez que exhalas mi miedo te acompaña y muero un poco más contigo. Se escapa un hálito de tu alma entre tus labios y se va desvaneciendo en el rocío. Si tan solo pudiera ver la luz de tus ojos iluminando mi destino. Si tan solo pudiera abrigarme con tu voz en este cruel camino. Pero el recuerdo del roce de tu piel es la fuerza que mi esperanza necesita.

Intento pensar un verso pero tu cuerpo es un poema que me roba las palabras y les arrebata el sentido. Me arrodillo a tus pies como guerrero derrotado. Te ofrezco mi herrumbrosa armadura y me entrego en sacrificio. Me has vencido.

Disculpa la torpeza de esta boca que dibuja y estas manos que imaginan,la inocencia de estos pies que no te alcanzan y esta voz que espera muda. En este oasis en mi mente mi mirada te cubre, mi corazón late lento para no perturbar la inocencia de tu sueño. Nunca sabrás que estuve aquí en tu alcoba mirando como abrazabas la ilusión de despertar y verme vivo. Pero sabrás que mi ilusión es verte real y tenerte al lado mío.

Aunque hoy sólo sea un sueño para ti, dentro de un sueño mío.

jueves, 25 de febrero de 2010

El Hada



Entre sueños lo vi una mañana por primera vez. Era muy temprano y llovía profusamente; el amanecer apenas pintaba gris el cielo entre las densas nubes. El sonido de la lluvia y las ramas agitadas por el viento creaban un arrullo natural. Él revoloteaba fuera de mi ventana golpeando contra el vidrio transparente como si hubiera perdido el sentido de orientación y buscara refugio de la tormenta. Cada golpe era como la tenue pulsación de una cuerda que variaba de tono dependiendo de la fuerza del impacto, sus alas trazaban en el aire brillantes líneas coloridas que hacían vibrar el aire llenándolo de una melodía llena de paz.

Era un ave o un hada o una sílfide. Un espíritu del viento, del agua. Un espíritu del tiempo detenido y atrapado en un resquicio entre mi sueño y mi vigilia.

Lo miré largamente, mas no con los ojos del rostro; fue como si lo viera con los oídos, o con mi mente. Fue en realidad como si lo viera con los ojos del alma. Sus ojos, esos grandes ojos negros y almendrados, se clavaron en los míos penetrando hasta tocar dentro de mí esa puerta del lugar donde mi mente corre a refugiarse a veces cuando teme.

Ahí me encontró agazapado entre densas cobijas que eran mi escudo, mi cama y refugio. Flotaba frente a mí y sus alas sonaban como una gran sección de violines manteniendo una nota constante, suave, serena. Emanaba un etéreo brillo verde que iluminaba ya toda la celda. Nunca antes noté que ese lugar fuera una celda: “Mi refugio es una celda” pensé, “mi propia prisión mental es el lugar donde me voy a guarecer”. Me extendió su mano con un gesto sereno, ésta también brillaba con una notable lentitud.

Tome su mano y me levanté, estaba desnudo. El puro y simple contacto me liberó de toda cualidad física. Mi cuerpo se liberó de su peso natural y de su forma. Fui flexible y elástico, era pura sustancia, un vapor denso que brillaba desde el centro. Me elevé y salí de ahí sin mirar atrás. Nuestras manos ya no se tocaban; sin embargo, mi sustancia se aferraba a las estelas de luz que aquel ser dejaba frente a mí.

Salimos juntos a la mañana nublada, seguía lloviendo intensamente. Las frías gotas me atravesaban y seguían su camino hacia la tierra que las llamaba. Eran mías por un instante y después las dejaba ir quedándome con una melancolía indescriptible. Fue como si mi cuerpo las fuera llorando conforme partían y en el desprendimiento empezara a extrañar las tristezas que ellas iban drenando. “¿A dónde van mis lágrimas?” me pregunté. Nunca lo sabré.

Volamos entre las nubes por un tiempo que sólo dejó de ser infinito cuando noté que ya no flotaba. Estaba sentado sobre una saliente de rocas pulidas a la orilla de un arroyo casi transparente que serpenteaba cadencioso por el bosque. El cielo todavía era gris y los bambúes a mi alrededor se agitaban con la voz del viento. Estaba solo, pero aquella música que escuché fuera de mi ventana aquella mañana resonaba en el aire frío y puro que invadía mi cuerpo.