jueves, 3 de junio de 2010

La Jungla (empieza a leer con la voz de la rola)


(Cierra los ojos y escucha la música. Empieza a leer cuando inicie la voz). Corría entre la densa vegetación de la jungla tropezando frecuentemente; sólo la luna iluminaba su camino. Sus manos habían sido salvajemente desgarradas por las ramas que tenía que apartar de su rostro y las rocas sobre las que se apoyaba cuando caía. Le dolían los pies, el sudor entraba en sus ojos provocando un escozor ardiente. Sangraba del hombro y temía que el olor de la sangre atrajera las criaturas de la noche. Escuchaba a lo lejos los alaridos de aquellos seres irreales que lo tuvieron cautivo por días, por momentos se alejaban y sentía haberlos perdido finalmente, pero instantes después sentía tan cerca sus pasos que la piel se le erizaba y una nueva inyección de adrenalina lo hacía dar pasos enormes.

Por momentos venían a su mente aquellas historias de caníbales que escuchó con fascinación en su niñez y jamás imaginó que él se fuera a encontrar en una situación así. Recordaba a ese “hombre blanco” todavía vestido de safari asomando los hombros y la cabeza de un gran caldero negro que ya evaporaba su contenido; aquel güero bigotón secándose la frente con un pañuelo empapado. Hilarante. Irónico.

Una camisa de mangas cortas de algodón y un pantalón de gruesa gabardina, calcetines y botas de caminata era lo que él vestía. En ese momento eran su más preciado tesoro. Después de permanecer atado a un árbol seco durante esos dos días y ser devorado por los mosquitos y las hormigas agradecía no haber tenido alguna reacción alérgica, aunque no descartaba la posibilidad de estar incubando dengue o, lo que sería peor, malaria. Sentía una fiebre extraña corriendo por sus venas; le dolía el pecho a cada latido del corazón. Por momentos lo único que escuchó en su cabeza fue su propio pulso y el airé cáustico penetrando su garganta seca, aunque luego escuchaba el batir de unos extraños tambores que se filtraba entre los árboles y hacía vibrar el viento a su alrededor. Todavía en el fondo de su mente veía proyectadas danzas rituales alrededor de una hoguera que daba una luz ámbar y eléctrica, la cual él estaba seguro que le había dejado un sabor metálico en los labios.

Siguió corriendo sin voltear ni un instante, sólo concentrado en el siguiente paso y en no desmayar de cansancio o de dolor. Avanzaba penosamente con piernas acalambradas y evidentes ampollas en ambos pies. De sus dedos goteaba la sangre del hombro y por ahí también sentía que se le escapaba la fuerza. El cuerpo le pedía una pausa, se estaba dando por vencido. Ya casi le daba igual ser atravesado por sus lanzas, desmembrado y devorado sin clemencia, pero su mente le insistía en que debía seguir corriendo, dar un paso más y no morir.

Un instante después, casi sin darse cuenta, salió de la selva a una pequeña planicie despejada que le hizo sentir un gran alivio. Sobre su cabeza pareció desplegarse una gran cúpula adornada con una gran lámpara blanca y pequeños puntos de colores brillantes. Una noche limpia de nubes lo recibió brindándole un poco de esperanza.

No paró ni un instante. Cada paso que daba en esa meseta lo hacía sentir más libre y más a salvo. Corrió mil metros o más rodeando algunos arbustos que se iban interponiendo en su camino y creía ver a lo lejos luces artificiales, luces encendidas por el hombre civilizado, brillando gracias a una red de distribución de corriente eléctrica. Era una ciudad. Avanzó jadeante sin mirar atrás. Sentía otra vez el cansancio que entumecía sus piernas. Sabía que en cualquier momento se vencerían y ni la más fuerte voluntad las haría moverse, pero no se detendría. No ahora.

Aceleró nuevamente la marcha. A lo lejos notó un grupo de arbustos levemente iluminados por la luz de la luna. Pensó que al llegar a ellos podría tomarse un descanso. Ya no escuchaba a sus persecutores. Identificó un espació entre la densidad de la maleza y penetró por ahí, pero después de dos pasos, y uno antes de decidir detenerse, desapareció el suelo. Un segundo después caía por una cañada de más de doscientos metros de profundidad.

Caía al vacío viendo cómo el reflejo de la luna se distorsionaba en la superficie agitada del río. Una cascada no muy lejos a su izquierda creaba una espuma y una brisa que extrañamente lo hizo sentirse aliviado. Por un instante estuvo a punto de gritar desesperado, pero antes de que eso sucediera sintió una succión que provenía del cielo y que le quitó el aliento. Su cabello y su ropa aún húmedos se secaron de inmediato y se separaron de su cuerpo similar al efecto de la energía estática. Sintió un calor abrasador que recorría su cuerpo del pecho hacia la espalda y se dio cuenta con toda claridad que estaba suspendido en el aire y, en efecto, empezaba a elevarse. El fondo de la cañada se alejaba rápidamente mientras un grave zumbido le iba llenando la cabeza y la luz que creyó proveniente de la luna llena ahora lo envolvía y lo atraía.

Al día de hoy no recuerda más que eso, aunque esos recuerdos habitan muy en el fondo de su memoria y cuando emergen él no hace sino creer que fue sólo una pesadilla. Todos los días se despierta en ese blanco contenedor donde habita suspendido en un gel tibio y transparente. A diario es sometido a distintos tipos de pruebas y experimentos; sin embargo, un alucinógeno suspendido en su ambiente estructura sus propios recuerdos de forma ordenada y secuencial, vive creyendo que su vida continúa el su ciudad natal, con su familia y sus amigos de siempre.