jueves, 25 de febrero de 2010

El Hada



Entre sueños lo vi una mañana por primera vez. Era muy temprano y llovía profusamente; el amanecer apenas pintaba gris el cielo entre las densas nubes. El sonido de la lluvia y las ramas agitadas por el viento creaban un arrullo natural. Él revoloteaba fuera de mi ventana golpeando contra el vidrio transparente como si hubiera perdido el sentido de orientación y buscara refugio de la tormenta. Cada golpe era como la tenue pulsación de una cuerda que variaba de tono dependiendo de la fuerza del impacto, sus alas trazaban en el aire brillantes líneas coloridas que hacían vibrar el aire llenándolo de una melodía llena de paz.

Era un ave o un hada o una sílfide. Un espíritu del viento, del agua. Un espíritu del tiempo detenido y atrapado en un resquicio entre mi sueño y mi vigilia.

Lo miré largamente, mas no con los ojos del rostro; fue como si lo viera con los oídos, o con mi mente. Fue en realidad como si lo viera con los ojos del alma. Sus ojos, esos grandes ojos negros y almendrados, se clavaron en los míos penetrando hasta tocar dentro de mí esa puerta del lugar donde mi mente corre a refugiarse a veces cuando teme.

Ahí me encontró agazapado entre densas cobijas que eran mi escudo, mi cama y refugio. Flotaba frente a mí y sus alas sonaban como una gran sección de violines manteniendo una nota constante, suave, serena. Emanaba un etéreo brillo verde que iluminaba ya toda la celda. Nunca antes noté que ese lugar fuera una celda: “Mi refugio es una celda” pensé, “mi propia prisión mental es el lugar donde me voy a guarecer”. Me extendió su mano con un gesto sereno, ésta también brillaba con una notable lentitud.

Tome su mano y me levanté, estaba desnudo. El puro y simple contacto me liberó de toda cualidad física. Mi cuerpo se liberó de su peso natural y de su forma. Fui flexible y elástico, era pura sustancia, un vapor denso que brillaba desde el centro. Me elevé y salí de ahí sin mirar atrás. Nuestras manos ya no se tocaban; sin embargo, mi sustancia se aferraba a las estelas de luz que aquel ser dejaba frente a mí.

Salimos juntos a la mañana nublada, seguía lloviendo intensamente. Las frías gotas me atravesaban y seguían su camino hacia la tierra que las llamaba. Eran mías por un instante y después las dejaba ir quedándome con una melancolía indescriptible. Fue como si mi cuerpo las fuera llorando conforme partían y en el desprendimiento empezara a extrañar las tristezas que ellas iban drenando. “¿A dónde van mis lágrimas?” me pregunté. Nunca lo sabré.

Volamos entre las nubes por un tiempo que sólo dejó de ser infinito cuando noté que ya no flotaba. Estaba sentado sobre una saliente de rocas pulidas a la orilla de un arroyo casi transparente que serpenteaba cadencioso por el bosque. El cielo todavía era gris y los bambúes a mi alrededor se agitaban con la voz del viento. Estaba solo, pero aquella música que escuché fuera de mi ventana aquella mañana resonaba en el aire frío y puro que invadía mi cuerpo.

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