martes, 30 de marzo de 2010

Ni una vez más


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¿Qué haces despierto? No lo sabes. Abres los ojos. Giras a la derecha. Miras el techo. Es tu casa. Eres el mismo. Es lunes. Lo odias. Por un momento piensas que deberías haber estudiado otra cosa y no contabilidad. Piensas en los interminables ciclos a los que estás sometido; a esa perpetua rutina que ya te enferma. Respiras hondo. Ya casi es hora. Te percatas de que el despertador no ha sonado y te maldices por no haber dormido unos minutos más. El despertador suena y lo apagas de mala gana. Sabes que una vez que toques el piso todo comenzará de nuevo.
Te incorporas sentándote en la orilla de la cama. No quieres tocar el piso. Mientras estés sobre tu cama puedes sentir que no perteneces a ese mundo y que puedes evitarlo, pero una vez abajo no habrá marcha atrás. Sientes el frío del piso con la planta del pie derecho y suspiras. Ya estás de pie y un escalofrío recorre tu espinazo. No sabes cómo pero se ha hecho tarde. Corres a bañarte. Te vistes igual que siempre y te percatas de que tu variedad de colores abarca la gama de los grises. Tomas café, lo acompañas con pan, queso y algo dulce untado. Te duelen las vísceras. Te preguntas si será gastritis, úlcera, colitis o serás hipocondriaco. Tomas tu sombrero y sales a la calle.
Caminas a la estación y tomas el autobús habitual. Pagas tu cuota exacta y te sientas en el lugar de siempre, que no es el que te gustaría, pero siempre está disponible. Miras las calles solitarias iluminadas por el alumbrado público; todavía es de noche. Abrazas tu portafolio y en cinco minutos estás dormido. Sueñas con serpientes y con aves que vuelan muy rápido en círculos concéntricos; sueñas con flamencos convulsos que van mirando alternadamente a la izquierda o a la derecha en su procesión interminable. Despiertas cuatro calles antes de tu destino. Te levantas apresurado, avanzas entre la gente empujando y jadeando. Le gritas al conductor para que el autobús se detenga y éste frena intempestivamente provocando el malestar de todos los demás pasajeros quienes te miran despectivamente. Te sonrojas. Bajas del autobús y la luz del sol te sorprende. Ya amaneció.
Caminas entre desconocidos de quienes rozas los hombros ocasionalmente. El contacto te incomoda. Los desprecias. Llegas a la entrada del edificio donde trabajas, te detienes en la acera e imaginas que en la entrada está grabada aquella inscripción sobre la puerta del Infierno Dantesco “Por mí se va hasta la ciudad doliente, por mí se va al eterno sufrimiento, por mí se va a la gente condenada… Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza”. Sacudes tu cabeza, o al menos eso piensas. Entras y subes por la escalera los cuatro pisos hasta tu oficina. Entras perturbando el silencio.
Llegas a tu escritorio, te quitas el sombrero, te quitas el saco, dejas todo en el perchero. Estás sentado y no ves pasar las horas mientras desgastas la punta de tu lápiz que una y otra vez afilas. De tus manos salen hojas llenas de números y letras ajenas a toda realidad tangible. Presionas violentamente las teclas de tu máquina sumadora, jalas la palanca, pulsas las teclas, jalas la palanca. Así todo el día. Vas y vienes a la oficina de tu jefe. Lo odias. Le muestras tu trabajo. A veces le gusta, a veces no. Aprietas los párpados cada vez que tacha con su pluma fuente tus reportes. Lo miras con ojos iracundos pero aceptas sus comentarios con resignación.
Son las siete. Deberías ir a tu casa pero no has terminado. Tienes hambre. No recuerdas qué comiste ni a qué hora comiste. ¿Acaso Comiste? Ya te duelen los dedos que teclean, el lápiz ha dejado una marca en el dedo sobre el que lo apoyas. Son las ocho. Tus ojos y tu boca están secos.  Tomas un cono de papel y te sirves agua. Mientras bebes observas y escuchas el regurgitar de las burbujas. Tus tripas reproducen un sonido similar. Arrugas el cono con furia y lo arrojas al bote de basura. Dieron las diez de la noche. Caminas por la calle y te alzas el cuello del saco. Hace frío. Otra vez el autobús, otra vez tu calle, tu edificio, tu puerta, tu pasillo, tu cocina, tu baño, tu habitación.
Cierras la puerta detrás de ti. Observas tu cama a la derecha, fría y solitaria. Te sientas sobre ella deseando que te transporte de esa vida a un mundo mejor. Observas al fondo el ventanal, las cortinas están corridas y puedes ver las casas viejas que a lo lejos yacen como lápidas en un paisaje surrealista. Te vas a acostar pero ya no lo toleras. No estás dispuesto a hacerlo de nuevo. Apagas la luz, te quitas los anteojos, te quitas las pantuflas, te desnudas, te levantas y corres. Estás llorando.
Atravesaste la ventana y ahora vuelas, el tiempo se detiene un instante, mas pronto se acelera arrollador. No hay marcha atrás. Lo lograste. No tendrás un día como ese ni una vez más.

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