domingo, 24 de enero de 2010

Memorias de la universidad


Ahora sí. Ya no sé de qué me están hablando. Hace un minuto estuve a punto de detenerlos porque estaba a nada de perderme pero, para variar, quise llegar al límite y ver si lo lograba.

De pronto me encontré inmerso dentro de una grán nebulosa blanca y brillante donde no se distinguen formas ni sonidos, donde flotas ignorando si miras hacia arriba, hacia abajo, hacia el oriente o el occidente. Claro, todo esto dentro de mi personal espacio mental.

Es muy curioso como puedes verte desde el fondo de la mente parpadeando en un tiempo suspendido tratando de discernir si estás a punto de desmayarte o es tanta la introspección que has dejado de respirar por una instante interminable. El cuerpo, mi cuerpo, este cuerpo inmenso y diminuto que aún se mueve y se expande junto a todos los cuerpos celestiales con la inercia de la gran explosión, este cuerpo mío y prestado se desvanece ante el embate furioso de sus palabras y sus propias dudas; este cuerpo evolucionado casi a la perfección no logra resistir el calor calcinante de sus intrigas. ¿Voy a morir?

Finalmente me armo de valor y pido... No, suplico que el mundo se detenga, que los vientos paren y las mareas se nivelen, que los astros del universo contengan sus reacciones y dejen de deslumbrarme con su luz sempiterna. Ruego a las fuerzas sobrenaturales y metafísicas que el tiempo se interrumpa. Necesito recuperar mi unidad como ente vivo y racional. Alzo mis brazos en una humilde súplica donde derramo el alma, el cuerpo y las pocas lágrimas que quedan en mis ojos, y pido que me repitan lo que me han intentado decir durante los últimos veinte minutos.
¡Por Dios -que desde algún lugar contempla mi desdicha- no puedo crer que sea tan difícil comprender una maldita ecuación diferencial!