“El Infierno es repetición”
Stephen King “La tormenta del Siglo”
Esa mañana Sergio se había levantado muy temprano, era un nuevo día y, como siempre, se preparó para salir al trabajo: tomó un baño rápido, se afeitó, se vistió con un traje de dos piezas gris oxford, pulcra camisa blanca, corbata de franjas diagonales azules y rojas, tomó un desayuno ligero, se lavó los dientes, tomó sus llaves, su teléfono y los cigarros de la mesita que estaba junto a la puerta de su departamento. Estando frente a la puerta le echó una larga mirada al espejo de cuerpo entero que colgaba en su vestíbulo y, mientras admiraba lo que para él era una perfecta creación de Dios, recordó vagamente lo que pudo ser la peor de las pesadillas que hubiera tenido jamás: algo así como verse consumido como una vela, derretido de pies a cabeza y convertido en un charco de cera fundida de tonos amarillos y marrones. Se quedó petrificado un momento pero en un parpadeo se sacudió esas imágenes sin darles mayor importancia y regresó a la inmaculada proyección del espejo, sonrió confiado y salió. Vivía solo desde los 26 años y lo único que le preocupaba era mantener su cómodo y desenfrenado estilo de vida. Por lo cual, conservar su trabajo también era algo prioritario.
El día transcurrió tan monótono y sin sentido como el anterior. De hecho, cuando salió de su oficina al finalizar su jornada tuvo la extraña sensación de no haber estado consciente durante el día; como si hubiera estado flotando dentro de una nube las últimas 12 horas. No recordaba qué había comido ni con quién había conversado. Mientras caminaba por la acera hacia su auto pensando en la cita que tenía para cenar con la simpática subgerente de compras luchaba por desenterrar de su mente los recuerdos de ese día que había pasado como un sueño.
Había acordado verse con ella en un restaurante argentino. Ella prefirió que no la recogiera en su casa, algo tenía que hacer con una amiga antes de su cita y la iba a dejar en el restaurante a las 9 en punto. Sergio llegó a las 8:40 y decidió sentarse en la barra a tomar una copa para revisar sus mensajes en el teléfono móvil. Pidió, como siempre, un Martini seco con dos aceitunas. Además de que disfrutaba del sabor de la ginebra sentía que le daba un toque de clase y sofisticación. Aunque, en realidad, era sólo un rasgo de snobismo como los muchos que tenía. Encendió un cigarrillo y miró el reloj. Faltaban 8 minutos para que llegara su acompañante y ya se imaginaba la velada que le esperaba. Al tiempo que él y su hinchado ego repasaban sus más viejos trucos para las primeras citas, dentro de su mente, en un rincón difícil de alcanzar seguía sintiendo cierta inquietud por no poder recordar claramente qué había hecho durante todo ese día.
Como suele ocurrir cuando una persona está a la espera de un momento placentero su percepción del paso del tiempo se deformó y los segundos le parecieron eternos. Sergio veía cómo el segundero en su "Omega Seamaster" marchaba con parsimonia cuando se llevó el palillo con las aceitunas a la boca y desprendió la primera con los dientes. Jamás pasó por su mente la semilla de la aceituna, después creyó haber pensado que la aceituna era una de esas que ya se envasaban sin semilla o rellenas de esa cosa roja que jamás supo era pimiento rojo. Pero no, esa aceituna estaba completa y su semilla era perfectamente sólida.
La primera reacción fue de desconcierto, el cual se incrementó cuando sintió unos fragmentos vidriosos bailando dentro de su boca. Con un poco de miedo tomó una servilleta y la acercó a sus labios para sacar lo que tenía en la boca. Su mente viajó con gran velocidad y se le ocurrió la idea de que tal vez dentro de la aceituna hubiera un vidrio que se le hubiera encajado durante el envasado. Apurado vio lo que había escupido y su desconcierto fue aun mayor al ver, junto con la masilla verde medio masticada de la aceituna, unos pedazos de porcelana amarillenta y negra que brillaban bajo las luces del restaurante. “¿Qué es eso?” se preguntó y la respuesta se la dio el interior de su mejilla al sentir un hueco donde debía ir un diente. “¡Maldita sea!” dijo en voz baja mientras se llevaba la mano a la mejilla, queriendo sentir desde afuera la fractura que había sufrido, más que su dentadura, su imagen.
Con cuidado cerró su puño con la servilleta en la mano y la llevó consigo al baño. ¿Pensaría tal vez que debía conservar los fragmentos como para que se los pudieran reimplantar como una mano cercenada? Es probable. Su ciega confianza en los avances de la tecnología médica o su evidente ignorancia le dieron esa idea. En unos segundos, que ahora habían retomado su ánimo y avanzaban frenéticamente, ya estaba frente al espejo del baño de caballeros y se preparaba para conocer la magnitud de los daños. Abrió la boca y su quijada casi se cayó al piso. El segundo premolar estaba partido por la mitad y sólo veía un hueco negro en la mitad que aún colgaba de su encía. Su perfecta dentadura, sólo levemente manchada por el cigarrillo, ahora se veía profanada por ese hueco putrefacto.
Sergio se jalaba el labio con el dedo índice y hacía muecas frente al espejo para evaluar la magnitud del daño en su famosa sonrisa. Tenía 2 minutos para que llegara Lourdes (así se llamaba la mujer con quien tenía la cita) y no sabía si iba a ser capaz de disimular el recién adquirido defecto. Practicó algunas muecas y medias sonrisas para ver si era posible ocultar el hueco, pero su gran boca y su arraigada costumbre de sonreír sin timidez dejaban siempre al descubierto esa oscuridad que le parecía cada vez más grande y más profunda. Lleno de frustración se recargó en la meseta donde estaban los lavamanos y agachó la cabeza. Tratando de recuperar su serenidad dio un largo suspiro y pensó “Bueno, tal vez esta no sea la noche. Tendré que ser un poco más serio y tal vez le diga que tengo una jaqueca o que fue un mal día en el trabajo. Trataré de mantener mi encanto, pero con discreción”. Sergio levantó la cabeza y se miró al espejo. Movió su lengua hacia el hueco en su dentadura y sintió los bordes ásperos de la fractura dental. Con cierto asco pero más por curiosidad abrió nuevamente la boca y se llevó uno de los dedos al vacío, que ahora tomaba un tono rojizo. No sentía dolor; en realidad, no sentía nada. Apenas su dedo tocó los restos del premolar fracturado, lo que quedaba de él estalló dentro de su boca con un sonido acuoso y apagado que sólo escuchó dentro de su cabeza. Pero lo peor de todo no era eso, sino el olor que despedía. El olor de la sangre y la carne en plena descomposición llenaron su boca y sus fosas nasales. Escupió los fragmentos que flotaban en su boca y junto con su saliva salieron coágulos de un marrón oscuro que resultaron tan nauseabundos que estuvo a punto de devolver los 3 tragos de Martini que había bebido minutos antes.
De inmediato abrió la llave del agua y tomó un gran sorbo para enjuagarse la boca pero más tardó en hacer esto que en escupirla de nuevo al sentir más fragmentos sólidos que raspaban su lengua y su paladar. Dos dientes más salieron despedidos de su boca, un incisivo completo y una gran muela partida en tres pedazos. Sergio apagó con la palma de su mano un grito de terror al ver cómo sus piezas dentales se escurrían junto con una mezcla viscosa de agua, sangre y auténtica podredumbre.
Olvidó, no, despreció por completo el Martini sudoroso que lo esperaba sobre el bar, a Lourdes con sus ojos verdes y sus largas piernas, su cena de filete, sus planes de seducción, y salió corriendo lleno de pánico del local.
Caminó con los ojos llorosos la media cuadra que lo separaba de su auto. Al llegar a él se introdujo, metió la llave en el encendido y se quedó un instante sentado sin moverse. Movió el espejo retrovisor hacia su rostro olvidando que su visera contaba con uno de esos llamados, por una trágica coincidencia, “espejo de vanidad”. Primero se vio los ojos inyectados y húmedos. Estuvo a punto de ajustar el espejo para ver su boca, pero no se atrevió. Volvió a poner el espejo en su lugar, encendió el auto y se dirigió hacia su casa tratando de no pensar en lo que estaba pasando. A decir verdad, lo que su mente luchaba por recordar era lo que había hecho durante ese día.
Cuando cerró la puerta de su departamento detrás de sí se dio cuenta de que no recordaba cómo había llegado ahí, no recordaba el tráfico, el elevador ni el típico pitido al activar la alarma de su coche. Pero rápidamente su mente lo devolvió a su realidad y a sus nuevos huecos en la boca. No sabía como, pero ya le faltaban otros tres dientes inferiores y sentía que un fluido viscoso le escurría por la garganta. El olor ya no le molestaba; el sabor, lo tenía bloqueado. Caminó hacia su baño y en el camino encendió todas las luces que le quedaron a su paso. Cuando estuvo frente al espejo sobresalieron de inmediato sus encías que ya empezaban a tomar un color púrpura oscuro que contrastaba con los pocos dientes que aun le quedaban. No quería tocárselos con el temor de remover algún otro de su lugar, aunque bien sabía que hiciera lo que hiciera todos terminarían en el bolsillo de su camisa (donde fue guardando los que se desprendían sin romperse) con la humilde esperanza de poder reinstalarlos en su sitio algún día.
Fue entonces que decidió dos cosas. Primero, llamar a su madre, seguro ella sabría qué le estaba pasando. “Las madres lo saben todo” pensó. Después, revisar los dientes que le quedaban y quitar los que no pudieran sostenerse solos. “¿Para qué arriesgarse a tragarse alguno?”. Así que se enjuagó las manos y fue al teléfono que descansaba en una mesita junto a la ventana, marcó torpemente los 8 dígitos y esperó mientras sonaba. No hubo respuesta. Lo intentó un par de veces más esperando hasta que el tono de llamada dejaba de sonar y después del último azotó el auricular sobre la mesa en un gesto de franca desesperación y lanzando un grito pastoso y gutural “!Puda magdse!”.
Sergio fue de regreso al baño sintiendo como si arrastrara una pesada roca a sus espaldas. Ahora suponía que podía ser una enfermedad lo que le estaba provocando ese rápido deterioro de sus encías y pensó en salir corriendo al hospital. Ahí podrían identificar inmediatamente que enfermedad padecía y le administrarían algún poderoso medicamento que actuaría en algunas horas y todo habría terminado al día siguiente.
Sin saber cómo, se encontró de nuevo de pie frente al espejo pero ya no sentía miedo. Echaría un último vistazo antes de irse. Abrió la boca y se introdujo el pulgar y el índice para sentir cómo se encontraba la muela solitaria que le quedaba abajo, del lado derecho. Todavía estaba firme en su sitio. Presionó in poco más para asegurarse y la uña de su dedo índice se desprendió como una escama negra y cayó debajo de su lengua. Horrorizado la escupió y terminó adherida al espejo entre una mancha de gotas negras y rojas. Dio un paso atrás, cerró su puño y con todo el impulso de su cuerpo lanzó un golpe a su propia imagen reflejada. El espejo se fragmentó al tiempo que uno de sus huesos del antebrazo se fracturaba y rasgaba la carne y la piel que lo cubría. Si antes no había sentido dolor con sus dientes o su uña, ahora sí se hacía muy presente enmarcado con el juego de luces reflejadas por los fragmentos de vidrio que caían sobre su lavabo.
No tuvo ninguna reserva con el volumen y el vocabulario que acompañó su nueva fractura expuesta. Intentó maldecir en distintas ocasiones, pero de su boca solo brotaban balbuceos salpicados de sangre y fragmentos de encía. Aunque algunas personas conocedoras, de haber tenido la oportunidad de escucharlo, hubieran podido asegurar que blasfemaba en algunas lenguas muertas y evidentemente desconocidas para Sergio. Pero eso carecía de importancia en ese momento. Al apretar las mandíbulas por el dolor sólo había logrado desgarrar las maceradas encías. Cogió una toalla que tuvo a la mano y se intentó envolver el brazo. Sollozaba desconsolado tratando de aplicarse un torniquete mientras la toalla blanca se empapaba con un líquido color rojo pardo. Torpemente logró apretar la toalla hasta el punto en que creyó que había parado la sangre. Ya lloraba de dolor y la vista se le había nublado con las lágrimas. Sintió un cansancio enorme y se recargó en la pared, se deslizó pesadamente sobre la misma hasta que llegó al piso y ahí perdió la consciencia.
Cuando despertó estaba recostado sobre el piso y su cabeza reposaba sobre un charco gelatinoso formado por su saliva, su sangre coagulada y el cabello que se empezaba a caer de su cabeza. Al intentar levantarse recordó la condición de su brazo y apretó los labios para no gritar. Intentó abrir los ojos, pero sentía los párpados pegados con un sustancia granulosa. Con la mano del brazo sano se talló los párpados para quitarse esa sustancia que pensaba podían ser lágrimas secas, pero al tocar esas costras vidriosas supo que eran lagañas secas, de esas que se forman con la peor de las conjuntivitis. Al abrir los ojos las pestañas se desprendieron junto con los fragmentos de lagaña y al contacto con el aire sus corneas ardieron como dos carbones encendidos. Percibía todas las cosas como cuerpos indefinidos y la luz penetraba en sus pupilas tan brillante que sentía como si le estuvieran clavando alfileres al rojo vivo a través del iris.
“¿Qué me edstá padshando?” se preguntó en voz baja. “No puesdse ser que me badse edto a mi”. Pero escuchar su voz distorsionada y ronca lo llevó nuevamente a las lágrimas, las cuales secó con la mano sana. Esto le sirvió para limpiar sus ojos y poder ver mejor. Ahora podía admirar claramente que los dedos del brazo roto que sobresalían de la toalla, que había dejado de servir como torniquete hacía muchas horas, estaban negros e inflamados como garras de lagarto. También pudo ver los huecos rosados que se habían formado sobre su cuero cabelludo, ahí donde el cabello también lo había abandonado. Sus cejas también habían acompañado al cabello y las pestañas, y ahora entendía porqué le lastimaba tanto la luz. La sola idea de la luz le lastimaba, casi podía percibirla como partículas incandescentes que le golpeaban los ojos y la piel. Extendió el brazo para apagarla y arrastrando los pies salió del baño.
Orillado por la costumbre volteó a ver su muñeca izquierda parta ver la hora, pero su reloj no estaba ahí. Tampoco recordaba habérselo quitado. De hecho, no recordaba haberlo comprado. Un "Omega Seamaster" estaba muy por arriba de sus posibilidades. ¿Cómo era posible que pudiera tener uno? Esa sola idea lo distrajo un instante, pero no tardó en regresar a la realidad cuando un inclemente dolor le punzó en el abdomen al grado que lo hizo doblarse y ponerse de cuclillas. Sintió como si una familia de erizos de mar nadara a través de sus intestinos provocándole un ardor abrasivo que no tenía fin. Nunca percibió en qué momento cedieron sus esfínteres y sus pantalones quedaron bañados en una materia gelatinosa que se filtraba a través de la tela. El hedor era insoportable, la mancha debajo de él se iba haciendo más grande, pero el dolor estaba cediendo. Se quitó los pantalones y la ropa interior en un solo movimiento dejándolos en ese sitio esperando que nunca más tuviera que verlos otra vez.
Caminó sin rumbo por su departamento. Ya no pensaba, ya no deseaba, ya no esperaba. Se sentía ridículo y avergonzado. Humillado por su propio cuerpo sin saber dónde se originaba todo ese mal que se había declarado sobre su persona. Fue apagando una a una las luces que quedaban a su paso hasta quedar inmerso en una oscuridad sólo fracturada por las luces del exterior. Corrió entonces una a una las cortinas sin darse cuenta que a cada movimiento, en cada esfuerzo que demandaba de sus extremidades las fibras de sus músculos y los tendones se iban desgarrando y reventando dejándolo poco a poco como un muñeco de trapo sin el control de su cuerpo. Como pudo llegó a su cama y se derribó sobre ella boca abajo. La tibia de su pierna derecha emergió por detrás de su rodilla y varias costillas se fracturaron como ramitas de un árbol seco. En la oscuridad no pudo percibir que su piel estaba llagada en casi toda su extensión y que sus sábanas absorbían la poca sangre pútrida que quedaba aun en su cuerpo. Con un esfuerzo excepcional su último movimiento voluntario fue jalar una de las orillas de la sábana e intentar cubrirse con ella: sentía frío.
Semejante a los de un insecto recién bañado con una descarga mortal de insecticida, sus miembros empezaron a contraerse contra su tórax adoptando una posición fetal acompañados de un casi imperceptible crujido de huesos y articulaciones. Sabía que iba a morir. Sabía que su cuerpo se había dado por vencido y que le quedaba poco tiempo.
Pensó en rezar, pensó en su madre, en su padre. Pensó en que tal vez le había atacado una de esas enfermedades mortales que sólo se ven en películas o que tal vez había sido expuesto a una radiación desconocida que lo cocinó por dentro. Se preocupó porque no sabía cuánto tiempo estaría ahí antes de que lo encontraran y que seguro la pestilencia de sus restos los alertaría. Pensó en Dios y en todo el tiempo que lo había ignorado y en las múltiples formas en que había quebrantado sus leyes llevando una vida de excesos, promiscuidad y desenfreno, pero no se arrepintió. Sus últimos pensamientos se los dedicó al Martini que había dejado sobre la barra del restaurante, a Lourdes que, ¡maldita sea!, se le había ido viva y, finalmente, a la idea de que la muerte era lo mejor que le podía suceder en ese momento. Esa era la mejor puerta de escape, la salida infalible, el as bajo la manga. El pasadizo que lo liberaría del sufrimiento.
Cerró los ojos y esbozó un remedo de sonrisa con lo que le quedaba de boca en su rostro deformado mientras pensaba “aquí termina todo”.
========= O ==========
Como cada mañana, Sergio apagó la alarma del despertador que estaba en un buró junto a su cama, marcaba las 6:30 a.m. y, como siempre, se preparó para salir al trabajo. Tenía una reunión muy importante a primera hora del día. Presentaría los resultados del proyecto en el que había estado trabajando los últimos 4 meses y tenía que lucirse con los directores; era la perfecta oportunidad para mostrarse ante las grandes plumas de la compañía y quería dar esa pulcra impresión de un profesional y ambicioso hombre. Así que tomó un baño rápido, se afeitó, se vistió con un traje de dos piezas gris oxford, una pulcra camisa blanca, corbata de franjas diagonales azules y rojas, tomó un desayuno ligero y cuando iba a lavarse los dientes un escalofrío recorrió su espalda. Había algo que lo incomodaba muy en lo profundo de su mente. Se quedó inmóvil un momento y, de la nada, trató recordar lo que había hecho el día anterior pero sólo aparecían imágenes nebulosas en su mente, imágenes que le parecían negras y pervertidas. Suspiró profundamente creyendo que no había razón para angustiarse mientras aplicaba una gota de dentífrico al cepillo. Casi para terminar la operación de limpieza, por un descuido, golpeó con la punta del cepillo uno de sus colmillos el cuál se hundió imperceptiblemente. Para el momento en el que llegó a su oficina, ignoraba que dicho colmillo ya estaba fracturado por la mitad, un líquido marrón viscoso empezaba a brotar discretamente de su encía, y apenas comenzara su importante presentación, éste iba a salir despedido de su boca mezclado con un gran coágulo de sangre que caería junto a la taza de café del director general... Sin saberlo, el infierno reservado para él, en su infinito inventario de tormentos y torturas, ya le tenía preparado un nuevo día.
FIN